El apuro se ha convertido en una forma de vida que amamos y odiamos a la vez.
Santiago, Chile.- Vivimos apurados, como si algo nos persiguiera siempre. Tragamos el desayuno, no nos despedimos, adelantamos donde no corresponde, porque estamos contra el tiempo. Nos molestamos cuando el conductor que va delante nuestro se demora un par de segundos en reaccionar frente al verde del semáforo; porque el cajero en el supermercado cuenta los billetes por segunda vez, porque hay fila en el banco, porque hay que trabajar y correr. Entonces comienza el monólogo interior, que serviría para un cuento hecho sólo con garabatos. Luego vendrá el increpar a los demás. “No me detengas, no tengo tiempo para escuchar ahora ¿hablamos después?” “A ver, cuéntame, no te vayas por las ramas, que tengo mucho que hacer”. Pero no es problema del otro querer comunicarse cara a cara, frente a frente. Somos nosotros los que tenemos esa especie de adicción al apuro que nos mata, literalmente. En Chile muere una persona cada hora, por infarto al corazón y otros tantos lo hacen por ataques cerebro-vasculares. Y si optamos por un ritmo pausado, nos llenamos de culpas.
Esta también es una columna apurada, porque hay comunicados que mandar, cosas que escribir, hijos que atender, clientes que informar y así se pasa la vida. Tanto es el aceleramiento diario que terminamos echándole la culpa al cambio climático, por lo rápido que pasan los años. Y puede ser, pero el ritmo del tiempo lo imponemos nosotros. Basta con buscar algún diario de personas que viven en el campo, en alguna playa tranquila o en islas lejanas, para darnos cuenta de que no todo el mundo tiene esta cosa culposa contra el descanso y el equilibrio entre el trabajo y la vida. Hay gente que sí sabe vivir, que no se estresa, que deja que las cosas fluyan. No me acuerdo dónde, pero sé que la hay, al menos eso me han contado. En provincia, hasta duermen siesta, pero es una costumbre que va desapareciendo cuando los pueblos se convierten en ciudades y las ciudades crecen y entonces necesitan trabajar más y más, para mantener el ritmo que han elegido.
El domingo tuve un deja vu de mi pre adolescencia, cuando me encontré leyendo una columna de Luis Alberto Gánderats de hace muchos años que reeditó la Revista del Domingo, Tahiti Cargante. Recordé. Eran tiempos en lo que yo comenzaba a leer el diario y disfrutaba de la agilidad y el humor, de la crónica de este periodista que llamaba la atención.
Mientras escribo esto, contra el tiempo por supuesto, porque debiera haberla entregado el domingo y no alcancé, porque tenía que leer el diario que no había leído durante la semana por falta de tiempo, me doy cuenta de que ya a comienzos de los ochenta, los chilenos vivíamos apurados.
Después de un par de días de ocio y poco esparcimiento en algunas de islas de la Polinesia, Ganderáts añoraba terminar el viaje, que lo tenía abrumado por la inactividad y la belleza del paisaje. “No hay nada para ellos, mejor mundo que Tahíti. Otros mundos ni siquiera les interesan. Nadie tiene prisa. Nadie vale por lo que tiene. Nadie vale por la forma que viste. Nadie vale, siquiera, por lo que sabe. No existen conversaciones a la manera nuestra. Nadie arregla el mundo. Que lo arreglen otros” escribe.
¿Será que siempre hemos sido así y sólo cuando somos adultos nos damos cuenta de lo mucho que nos molesta esa forma de vida, pero ya no podemos hacer nada para cambiarla? Entonces, la respuesta se me hace evidente, a través de la voz de Lewis Carroll y su conejo blanco “no time, no time”.
Parece que estamos condenados al apuro desde siempre.
Mary Rogers G.