El pintor Maurice Utrillo es el tema de Mario Valdovinos esta semana. Una mirada atractiva que no te querrás perder.
Don Mauricio y el dolor de pintar. Carezco de una norma cuando logro entrar en la obra y en la vida de un pintor. Ingreso, no sin cierta timidez y callado por cualquier puerta o ventana que estén entreabiertas. Muchas veces el intruso se queda a dormir o sentado en un rincón, mudo y vigilante. Así me ocurrió con Mauricio Utrillo cuyas pinturas de París conocí antes de ir por vez primera a París. Después conseguí materiales bibliográficos, libros y revistas. Nunca dejo de enterarme de los accidentes biográficos, matrimonios, separaciones, viajes, hijos, y del modo en que construyeron sus legados artísticos.
Cervantes concibió en su alma y en su cabeza a don Quijote mientras estuvo dos veces preso: una en Madrid, por deudas, era recaudador de impuestos de la corona española, y la segunda en Argel, durante un viaje, debido a los documentos que portaba, fue confundido por los piratas de un barco con un acaudalado y noble hidalgo por el cual cobrarían un caudaloso rescate.
¿Pintor maldito?
¿Fue Utrillo un pintor maldito? Es probable, solo que su malditismo era el de un solitario que deambulaba por calles de una ciudad que él pintaba como si estuviera deshabitada. Su París no incluye seres humanos, sino casas, calles, iglesias, todo mojado y envuelto en una especie de niebla. Como más de una vez grupos de niños callejeros se burlaron de su aspecto miserable -un vago cargado con un atril, telas y la caja de madera con las pinturas, entera manchada de colores, una botella azul con trementina para diluir el contenido de los tubos de óleo-, prefería quedarse en su domicilio y pintar desde las atmósferas contenidas en tarjetas postales, sin que este acto doméstico lo disminuya como artista pues él pintaba aquello que atravesaba su ser. Desde esta actitud existencial salta de inmediato el verso de Neruda: ¡Ebrio de trementina y largos besos! La trementina es un líquido químico, de inconfundible olor, que disuelve el óleo. En Chile, el poeta Jorge Teillier hacía lo mismo, callejear, mirar, beber; qué decir María Luisa Bombal en Estados Unidos y después por las calles de Viña del Mar; Teresa Wilms Montt en París, ¿habrá divisado alguna vez con sus ojos color violeta al pintor vagabundo? Juan Rulfo bebía tequila sin tregua, todos flotando para no ahogarse en la eternidad del alcohol.
La historia de Don Mauricio
El padre biológico del pintor solo lo engendró, para, acto seguido, desaparecer. Miguel Utrillo le dio su apellido al pequeño, era un amigo de su progenitora, la muy bohemia y modelo de pintores Suzanne Baladon, por quien Mauricio sintió toda su existencia, de 72 años, una fijación edípica que lo hizo adorarla y despreciar a otras mujeres como compañeras, amigas o parejas, de hecho, aceptó a su lado y desposó a Lucie Pauwels a la edad de 50 años, de vuelta del alcohol, los tratamientos siquiátricos, las clínicas de reposo y la brutalidad del sin sentido. Matrimonio sin hijos, qué duda cabe. ¿Qué bebía don Mauricio? Vino, es lo más probable; ¿qué leía?, también lo más probable que a Baudelaire, el poeta maldito que adoraba vivir embriagado de alcohol o de poesía. Tras una brevísima estadía como empleado de banco, para no creerlo, la vagancia y el alcohol fueron los estandartes que no abandonó jamás.
En francés hay una palabra preciosa para designar a estos artistas, flâneur. Su madre, también pintora, le enseñó las normas básicas de la composición y el dibujo, lo demás lo aprendió él, libros, caminatas, borracheras. Cambiaba sus bocetos y elementales óleos por algo de comida y mucho alcohol, esta condición le impidió ser reclutado en las dos guerras mundiales, Mauricio tenía 31 años para la Primera y más de medio siglo para la Segunda. Esas no eran sus batallas, tampoco la ocupación de cuatro años de la capital francesa por las tropas nazis, la tarea era sobrevivir a todo, al hambre, la falta de fe, la fealdad, el asco, el odio, la depresión… y entregarse aunque fuese en estado ruinoso a la belleza de la cité francesa, componer, colorear, vender algo, seguir caminando. Viaja muy poco, solo a Córcega y a Bretaña, ambos territorios galos. Conoce en París a Modigliani, intercambian ideas e intuiciones sobre la pintura, las calles, el amor a las mujeres y a la bebida. Mientras tanto, casas de reposo, hospitales, intentos de sanarse de la eternidad del alcohol, pintar para beber y beber para no dejar de pintar. Murió en su casa, pasados los setenta años, bastante para su época y en especial para la vida que quiso llevar, bajo la custodia de su mujer, Lucie. Como si alguien se las robara por la noche y él deseara, al día siguiente, pintar otra vez ese paisaje, contaba cada noche, antes de dormirse, los montones de tarjetas postales que le servían para pintar su París, esa ciudad inabarcable que él tenía muy adentro de su ser.
Quiero pensar que cuando hacía eso, de fondo, se oía el tema I love Paris, de Cole Porter
- enero 21