En esta oportunidad, el escritor Mario Valdovinos nos lleva a viajar por la vida pasional del vate, a través de su libro de culto.
Leo Las cartas de Eros, de Enrique Lihn, Editorial Overol 2016, y escribo a trueque de sensaciones: desamor, lejanía irrevocable, relaciones mal acabadas, hielo, y como telón de fondo de un teatro de máscaras, donde el amor se calcina, los espectros de mujeres que cruzaron su camino y a quienes el poeta besó, persiguió, abandonó y cogió románticamente de la cintura, en la enrarecida atmósfera de una ciudad hostil. Todo es posible e imposible al mismo tiempo cuando se trata de fantasmas detenidos en esquinas oníricas de una urbe imaginada. En un film del que vi un fragmento, una tarde de insomnio, el protagonista, un seductor fracasado, le grita a una mujer, su centésima pérdida:
– ¡El amor es como el comunismo, una gran idea pero no resulta en ninguna parte!
Nunca se ha cerrado la polémica en torno a si los herederos de los escritores deben publicar lo que ellos, en vida, no hicieron. Hay dispensa cuando el trabajo de la editorial, lento en los que no son bestsellers, se atrasa respecto de la muerte del autor. En los últimos tiempos aún ocurre con Roberto Bolaño, pasó con Borges, con Cortázar, con Neruda, siendo la excepción Irene Némirovsky, la autora judía muerta de tifus en Auchswitz, de la que parece ser inagotable la maleta, que salvaron sus hijas de los nazis, donde se encontraron manuscritos de narraciones terminadas que ahora se publican.
Las cartas de Eros fue un proyecto de Enrique Lihn que permaneció atascado entre su borrascosa papelería tipeada a máquina, por los 80, años radicalmente dictatoriales, ya que no alcanzó al poeta la fiebre computacional y él, muerto en 1988, no dejó archivos electrónicos. Todo ello en la actualidad comprado por la Fundación Getty de Los Ángeles, ya que en el descampado chileno, el horroroso Chile como llamó Lihn al país, nadie se interesó por ellos e interesarse significaba comprarlos. María Kodama publicó un libro que su marido, Borges, detestaba, y con razón, El tamaño de mi esperanza; Aurora Bernárdez, viuda de Cortázar y su primera esposa, publicó correspondencia, clases de literatura y un almanaque sobre el extinto autor de Rayuela. Debo confesar que se lo agradezco porque todo lo del rioplatense, como lo de Neruda, me importa. Pero, es preciso reconocerlo, ese es el nivel del fetichismo literario de quienes no abandonamos la idea de visitar su tumba, acto litúrgico que cierra el círculo con los escritores y escritoras amados. Si bien al occiso, mientras tanto, se le continúa leyendo.
Las cartas de Eros son seis misivas dirigidas a mujeres tan imaginarias como reales en las que el poeta despliega escepticismo, amargura e incertidumbre respecto de las relaciones amorosas. Sensación que ya atravesaba de norte a sur sus poemas. Por ejemplo, la omnipresente Nathalie de los versos de Poesía de Paso, 1966, que obtuvo el premio Casa de la Américas de ese año. Para quienes conozcan su biografía y hay un trabajo al respecto, de Roberto Merino, Lihn: ensayos biográficos (2016), y una novela muy parecida a una biografía, Lihn la muerte (2014) de quien suscribe el presente texto, es atractivo y a veces insoslayable buscar a las amadas reales tras estas máscaras. Beatriz Ortiz de Zárate, la mujer que Lihn perdió y se casó con Jorge Teillier, volviéndose ambos vates enemigos sin retorno; María Dolores, la adolescente cubana de diecinueve años desposada por el poeta en la Isla, mientras trabajaba problemáticamente en el instituto Casa de las Américas; la bailarina Ivette, madre de su hija Andrea; Paulina del Río. Sus amores del ocaso, en un país sitiado por las fuerzas del capitán general, con la periodista Claudia Donoso, tras dejar a la escritora y académica Adriana Valdés, y otros que hay agazapados en la azarosa vida del autor de La musiquilla de las pobres esferas (1969).
Las seis cartas constituyen un autorretrato sentimental, inconcluso, puesto que Lihn ironizó audazmente con la Vieja Dama en su lecho de muerte de la calle Passy, cuando lo aquejaba un cáncer que lo derrotó, pero no a su escritura al límite, extrema y deslumbrante, cuya prueba es su desgarrado testamento: Diario de muerte (1989).
Las seis cartas podrían leerse como ficción, en primer lugar, si bien yo no pude, y después, muy lejos, como correlato biográfico, pero solo es posible sugerir el modo de aproximarse a un texto. Desde ese punto de vista a lo menos dos de ellas, dedicadas a Adelina y a Gabriela Mistral, tienen un final abrupto, propio de un trabajo creativo inacabado, que hace decaer el brillante despliegue previo de avance y retroceso del narrador con estas ex amadas. Son una fusión de diatribas y elegías, de retratos y de reproches, de homenajes y de despedidas.No obstante, debido a la impecable edición de Overol, a cargo de Andrés Florit, el volumen resulta fascinante en primer lugar gracias al tono lírico que logra Lihn, tremendo poeta, cuando habla de detritus sentimental, de relaciones muertas, a las que se aferraba como un noctámbulo desde una esquina del país de las pesadillas, para ingresar, como él lo dijo en su Diario de muerte, en la zona muda.