El escritor Mario Valdovinos comparte su romántica mirada sobre la vida y obra de la artista mexicana.
Un reciente viaje a México, a propósito de una gira teatral, me llevó a visitar por segunda vez la Casa Azul de Coyoacán, donde vivió, pintó y padeció Frida Kahlo. También el museo Dolores Olmedo Patiño, amiga y benefactora de la artista, donde por primera vez vi sus originales, óleos, dibujos, bocetos, su itinerario, su cronología, su vida real. ¿Hubo algo real en ella, un ser fantástico? Sin duda: el dolor, no se victimizó ni la hicieron mártir, el sufrimiento apareció a propósito de un accidente de tránsito en Ciudad de México, en 1925, a los dieciocho años; previamente, a los siete, padeció de polio.
Viajaba acompañada de un amigo en un tranvía que chocó, un fierro del vehículo atravesó el hueso pelviano. Desde allí hasta su muerte el sufrimiento fue un huésped indeseado en su cuerpo, un intruso invasivo y persistente, de esas visitas pegotes que no se van ni en la madrugada. Resistió más de treinta operaciones porque la perforación ósea comprometió su columna y la movilidad de sus piernas. Estacionada en su cama empezó a dibujar, con un arnés, de espaldas, o, cuando se lo permitían las molestias lumbares, sentada. Usaba corsé y silla de ruedas, le amputaron la pierna derecha, de la rodilla hasta el pie, y debió usar una prótesis.
Su deseo era estudiar medicina y no arte. Había conocido, por curiosidad y por su fama, a Diego Rivera otra catástrofe en su vida. Frida no tenía formación académica. El obeso e invasivo pintor sí, a su natural talento como artista gráfico añadió la estadía en Madrid, París e Italia, más la Unión Soviética, en 1927, donde tomó contacto con las vanguardias del Este, menos reconocidas que las que surgieron en Europa Occidental, particularmente en Francia. El cineasta Eisenstein, el pintor Kandinsky, la música de Stravinski, los cuadros de Chagall, los ballets rusos de Sergéi Diaghilev y las acrobacias del pájaro bailarín Nijinsky. Esa atmósfera incomparable, tanto como el cubismo y el surrealismo, respiró Rivera. Al mismo tiempo, y en la parte biográfica, compensaba la fealdad de su figura con la belleza que salía de sus manos, panzón, mujeriego, admirador de Stalin. Diego contribuyó a fundar una escuela pictórica de fuerte carga ideológica, el muralismo, revisión de la historia de México y de América desde la óptica proporcionada por la Revolución de Pancho Villa. Algo semejante hizo Neruda en el Canto General, editado precisamente en el país azteca e ilustrado por Diego Rivera, en 1950. Paralelamente a Rivera estuvieron David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Rufino Tamayo. La calidad de su pintura no se ha disuelto hoy, cuando el soporte ideológico de ella se vino al suelo.
Los tiempos de Frida
La moral, la ética y las relaciones de poder e interpersonales por esos años, desde los treinta a los cincuenta, no eran las de hoy. Frida se sometió a la fuerza patriarcal del pintor y lo amó con locura, aferrándose a un infiel que la engañó hasta con la hermana de Frida, Cristina, cuñada de Diego, y con la actriz María Félix. El escape de la artista ante el dolor físico, sumado al del abandono, fue la pintura, el alcohol, las drogas, los amores borrascosos, con hombres y mujeres, quien llegara a su lecho para consolarla era bien recibido, sin filtros.
La soledad la llevó a los autorretratos y a pintar la grieta entre su idealismo y la verdad del engaño, entre su alma romántica y su cuerpo torturado. Reconstruyó en imágenes su ser hecho fragmentos. De espaldas, como Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, pintó su crónica de calamidades, si bien nunca perdió la alegría y la fe de estar viva, el color de su patria, la tristeza tras la Gran Chingada, el trauma de la destrucción del imperio de Moctezuma, perpetrada por los españoles liderados por Hernán Cortés; la colaboración de Malinche, traductora de la lengua náhuatl al castellano y delatora de su pueblo por amor al verdugo colonialista, madre además del primer mestizo, Martín Cortés, nacido en América, continente aún sin nombre.
Frida exhibe en su estilo un tipo de pintura naif, ingenua, si bien sus cuadros son más biográficos que oníricos. Incluye en su propuesta el delirio surrealista, que ella mexicanizó, volviendo su trabajo a la par que un testimonio personal, su zarandeada biografía y el padecimiento de su cuerpo, una ventana florida y deslumbrante donde podían asomarse todos, premunidos ya sea del intelecto o de las emociones salidas del corazón. Al mismo tiempo y durante los doce años finales de su vida, llevó un diario donde consignaba los vaivenes de su enfermedad, la relaciones con Diego, con quien se casó dos veces, e ideas pictóricas que trasladaría a sus cuadros.
Falleció en la noche del 12 al 13 de julio de 1954, a los 47 años, bajo sospecha de suicidio.
Como Bob Dylan, que no canta bien sino de verdad, Frida no pintaba bien sino con autenticidad, no para vender nada, sino para salvar su cuerpo y su alma. Sus cuadros, inseparables del cuerpo, la vida y las circunstancias de quien los pintó, producen en el observador lo que la pintura de Van Gogh con sus cipreses, cielos borrascosos, sillas, zapatos viejos: la emoción embriagadora que origina la verdad.
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