La columna de Marcia Hurtado *
Ocurrió hace algunos años, en una de esas “contadas ocasiones” en que colapsó la nunca bien evaluada Línea cuatro del Metro… ¡Odio andar en metro!, pero me estoy desviado del tema, mi aversión al metro de Santiago, será tema de otra columna, ya sabrán por qué.
Volviendo a lo que nos convoca. En ese tiempo y siempre en busca de ampliar mis horizontes profesionales, estaba haciendo clases para mis queridos futuros colegas en una Universidad Privada (que hoy ya no existe). Mis ramos eran en jornada vespertina. Toda una hazaña, debo agregar. Valoro inmensamente a aquellos que trabajan todo el día y después se van a estudiar hasta las once de la noche, cuando la mayoría de nosotros ya estamos en el quinto sueño.
Mi clase había transcurrido con normalidad, entretenida y con mis alumnos felices, nos despedimos en la puerta de la Universidad, cada uno para su casa a un merecido descanso.
Caminé hacia la Alameda a tomar el Metro, no sin cierta molestia, pero asumiendo que era la forma más rápida y segura de llegar a mi casa a esas horas de la noche.
Llego a la estación y ¡oh sorpresa! Un cartelito, en realidad una hoja blanca escrita a mano con un simple mensaje: “sin conexión a Línea cuatro por problemas técnicos”. Mi cabeza funcionaba a mil, cómo volvía a mi casa a esa hora, ya lo sé, no era tan tarde, pero estábamos en invierno, hacía mucho frío y la noche era más oscura de lo habitual.
Me hice la valiente y me fui al paradero más cercano, dispuesta a tomar cualquier micro que me dejara lo más cerca posible de mi casa. Debo agregar que un taxi no era opción, mi billetera relucía de lo limpia que estaba.
Así es que ahí figuraba yo, en santa Rosa con Alameda, sola en el paradero a las once y media de la noche con dos o tres personas que se subieron a la primera micro que pasó y que obviamente no iba para mi casa.
Pasaron varios minutos, treinta para ser exacta y empezó a correr un viento de aquéllos. No sé si lo trajo el viento o estaba ahí desde hacía rato.
– Tía, ¿me convida fuego?
Odio con toda mi alma que me digan tía, así es que me volví toda indignada para responderle a ese insolente y veo a un niño de no más de 15 años, tan parecido a mis niños de la Fundación, sus mismos ojos oscuros llenos de resentimiento y amenaza contra esta maldita sociedad que no los considera.
– Lo siento, no fumo- le contesté
– Ahhh, y entonces una moneíta?
Busqué en mi cartera pensando en la mala idea de pasarle sólo cien pesos, así es que le pasé quinientos. Los miró, sonrió y mirando atentamente mi cartera y mi bolso me dijo:
-¿Se lleva pega pa´la casa?- sin quitar los ojos del bolso.
Era un bolso de notebook, pero que sólo tenía libros y un cuaderno. Lo ocupaba por su tamaño. Él no tenía cómo saberlo.
-No, llevo mis libros, de clases.
-Tay estudiando, y ¿qué estudiai?
-No – le respondí- yo hago clases.
-Y ¿de qué hací clases?
-A los futuros asistentes sociales.
-¿Tu soy asistente?
No iba a entrar en la discusión de Asistente Social /Trabajadora Social, claramente no era el momento, así es que le dije que si.
El cambio en su mirada fue inmediato. Sus ojos parecieron más claros y juro que vi un destello de luz en ellos, el viento movió su pelo y él ladeando su cabeza me miró y dijo:
-¿Sabe qué señorita?, Resulta que yo tengo un hermano, y mi hermano se metió en un problema, y le dijeron que necesitaba una asistente social.
Y así sin más me enteré de todos los problemas del hermano. Agradecí que mi clase del día se había tratado justo de esa área y que tenía el tema preparado. Así que le di un discurso sobre lo que tenía que hacer su hermano.
-¡Se pasó Señorita! Pero ¿sabe qué? Yo soy medio hueón pa estas cosas, ¿le podría decir a mi hermano que vaya a hablar con usted?
Mi suerte ya estaba echada, así que es que le dije que sí, que no habría problema.
-¡Bakán!, ¿y en qué Universidad trabaja usted?
También se lo dije.
-Ya!, yo le voy a decir a mi hermano que la próxima semana vaya a hablar con usted, ¿cómo se llama?
Ya éramos amigos, así que le dí mi nombre.
-Oiga y ¿pa dónde va a esta hora?, ¿se va pa su casa?
-Si, pero no pasa ninguna micro
-¿Y dónde vive?, ¿muy lejos?
-Si, en Peñalolén.
-Chuuuu, y pa más cagarla está malo el metro hoy día.
Asentí, recordando cómo diantres iba a volver a mi casa.
-¿Y está esperando micro?, ¿pa Peña?
Sonreí a falta de algo más que decirle.
-¿Sabe qué?, No se vaya na’ en micro, váyase en taxi mejor.
Antes que pudiera explicarle lo vacío de mi billetera, soltó un chiflido sólo comparable en sus decibeles al zumbido que te deja un recital de rock. Mágicamente apareció un taxi.
Sus ojos volvieron a tomar el color de la noche cuando le dijo al taxista:
-Lleva a la dama donde ella te diga, ¿‘tamos?. El chofer sólo atinó a asentir con su cabeza.
Él me abrió la puerta del auto con una sonrisa de oreja a oreja, sus ojos brillaban de nuevo.
-¡Gracias señorita!, le voy a decir a mi hermano. Oiga y si alguna vez anda por acá, pregunte por mí, aquí todos me conocen, soy el Kevin.
-Gracias Kevin, ¡nos vemos!
Cerró la puerta del taxi indicando con un golpe en el capó que ya era hora de partir. Una vez en el taxi, el chofer me pregunta intrigado:
-¿Usted lo conocía?
– No, lo acabo de conocer, ¿por qué?
-Porque yo sí lo conozco- murmuró asustado- y la voy a dejar en la puerta de su casa, no se preocupe por nada- añadió mirando el taxímetro.
De más está decir que esa noche llegué a mi casa sana, salva…y gratis. Todo gracias a Kevin
*Marcia Hurtado es asistente social, mediadora familiar y cuentista.