Por Mario Valdovinos
He contado en otros lugares lo difícil que me resultó ser su alumno durante los años que estudiaba Licenciatura en Literatura. Era el largo y denso periodo dictatorial y las clases del profesor Lihn, que, fuera del aula, más que profesor era un artista desatado, resultaban teóricas y aburridas, así, sin más, vistas desde ahora y en su tiempo… también. Me gusta el chuchoqueo teórico, confiesa en el libro recién publicado de Claudia Donoso. Si bien aplicaba mucho el método estructuralista en el análisis literario, del que Enrique leía a raudales, y escasa emocionalidad en el examen de los textos, lo que daba la impresión que él deseaba diseccionáramos como aprendices de científicos. Íbamos a trabajar en colegios, ante adolescentes ignaros y motivarlos hacia el arte y las letras con textos teóricos, era otra de las formas del suicidio, las que por esa época abundaban. Me quedé con las notas mediocres que obtuve en los dos cursos que tomé con él y con la imagen de un hombre que estallaba por dentro, pero no daba a conocer aquello en el aula.
Claudia Donoso logra en el libro que comento, Enrique Lihn en la cornisa, Ediciones UDP, 2019, lo que yo no pude como alumno. Da una imagen certera de un hombre atrapado en esos años, donde acechaban el peligro, los silencios, la censura, las desapariciones de personas, pero que a pesar de eso logró dar curso a su desatada interioridad, la de un bohemio que no sabía, como nadie sabe, acerca de la utilidad de la literatura, pero se consagró a ella en cuerpo y alma, desde los años de la adolescencia, cuando ingresó, sin terminar la enseñanza media, con la cálida autorización paterna, a la escuela de Bellas Artes, que funcionaba en el mismo lugar de hoy, en su contracara, el lado oeste. Pintaba y dibujaba, su primera vocación, y en ese plano también fue excepcional. Véase el texto Roma la loba que publicó, después de muerto Lihn, Alejandro Jodorowsky. En la entrevista de Claudia Donoso así comenta el poeta: “Fuimos titiriteros, pero yo pecaba de gravedad y de lirismo”, refiriéndose a Jodorowsky, el sicomago.
El texto de Claudia, personal, íntimo y afectuoso es una entrevista del año 1981, a ocho años del golpe militar, en la que se conocieron, ella como periodista cultural y él su artista invitado al diálogo. Se siguieron viendo, se enamoraron, rompieron, Lihn viajó a Nueva York, regresó porque no podía vivir sin el horroroso Chile y ese Chile tampoco con él, invadió su cuerpo el batallón de células cancerosas, un escuadrón militar implacable, y se lo llevó en 1988, antes del fin de la pesadilla dictatorial. De haber sobrevivido, sin duda le habrían otorgado el Premio Nacional y hubiese terminado sus agitados años de la manera más digna, como él sin duda alguna lo merecía y requería. Fue alumno del inefable pintor Pablo Burchard. Confiesa en la entrevista haber sido un maníaco de la poesía que escribía poemas para llevárselos a sus amigos el día en que se iban a juntar. Su objetivo siempre fue demostrar, de alguna manera, que la llamada realidad es poco… real, padeció el afrancesamiento, confiesa haber aprendido a leer en francés leyendo Las flores del mal de Baudelaire. Inventó como alter ego a otro histrión, don Gerardo de Pompier, un bombero ineficiente y alucinado, como su gestor y padre, el poeta que se extinguía en el descampado del horroroso Chile de la dictadura. Mientras continúa el dialogo entre Claudia y Enrique, reconoce la influencia de su abuela en su autoformación, vivió con ella hasta entrada la adultez, cuando es imperativo haberse marchado para neutralizar el complejo de vivir en el claustro materno y ella se hizo cargo de Andrea, la única hija del poeta, hasta que cumplió catorce años.
¡Por donde se le mire un desinstalado!
Habla de la ciudad en que vivió, la capital -en la reveladora entrevista de Claudia-, como objeto del deseo, el objeto que se ama y se deplora, de Nathalie una mujer francesa de la que se enamoró o desenamoró en París, en los sesenta, 1965, a quien menciona en varios poemas de Poesía de paso, para mí su mejor libro. Se consideraba un histrión, hecho más de palabras y de gestos que de los rasgos de un funcionario, profesor, padre, hijo, marido, amante. En medio de todo esto, Claudia le recuerda el infarto que padeció estando de visita en Barcelona. Fue un llamado de atención. Lihn era un hombre joven, energético, audaz, pero le mandó un mensaje de alerta la más romanticona y anacrónica de las vísceras, el corazón. Se despidió con el lápiz en la mano, redactando agónico su Diario de muerte (1989), un documento poético estremecedor. Todo había terminado, no solo con Claudia.
Ahora, instalado en la cornisa del departamento que arrendaba, en calle Passy 061, tercer piso, debía ascender por el éter, muy alto, a pesar de su escepticismo.
Estremecedor. Se bebió la vida de un sorbo. Probablemente la mejor manera de vivirla.